Breve testimonio de fritura y justicia
Por Fenhorn Linett
Son las nueve de la mañana y cruzan la plaza personas vestidas de trajes y faldas, rumbo al Palacio de la Justicia. En medio de la elegancia, el olor a aceite, porque la fritura nunca está lejos de la justicia.
“Dos empanadas: siete mil”, le dice el afable dueño de una casilla a un cliente.
A mí me pone una tortilla y dos huevos, en la mesa. “Hay que ver esto en marzo”, dice, dándome palmaditas en la espalda, “cuando vuelva toda la gente”. Lustrabotas, señores trajeados ocupan las mesas cercanas.
Mi comensal, un trajeado, cuenta, ““El aire de mi oficina no anda. Insoportable”.
“Hay que ver esto en marzo”, dice el dueño. Me alcanza el picante, quitando una cucaracha posada en el frasco: “es que retomamos hoy después de un mes. Vuelva en marzo, ya verá lo que es esto”. Palmaditas en la espalda; la cucaracha me sube por la pierna. Muy rica la tortilla.
Voy caminando, pasando la vitrina de Maderito. Empanadas grandes, variadas: a nueve mil. No todas las empanadas nacen iguales. La fritura nunca está lejos de la justicia.
Un par de cuadras más, en la calle Doctor Paiva, ya se achican las empanadas: a mil quinientos, a dos mil. “Nos va bien”, dice el dueño, “pero los del Palacio no vienen hasta acá.”
“Son los de afuera, los que vienen a hacer sus gestiones, que compran”, dice. “Si querés que salga tu gestión, hay que llegar al Palacio con algo. Sí o sí.”
Por eso las hacen tan pequeñas: para facilitar un reparto justo en las oficinas. La fritura nunca está lejos de la justicia.