
Unas palabras sobre «Canciones para decir chau» de Fede Torres, un libro’i en prosa poética
Tras la muerte de Vargas Llosa se volvió a plantear la discusión (repetida, siempre presente) sobre la pertinencia de separar o no a la obra del artista. Pienso en este asunto desde una posición invertida. ¿Es posible hablar del artista sin referirse a la obra, se podría separar al artista de su obra?¿
Me parece que el mero hecho de justificar una separación expone el absurdo de tal encomienda.
Dicho esto, quiero hablar un poco de Fede y referirme luego a Canciones para decir chau.
A Fede lo conocí en Areguá, en una visita que hicimos con Leti Galeano y Romi Romero a Lourdes Benítez una tarde de sábado. Él llegó con su guitarra y al rato nomás ya nos regocijaba con su canto, un canto muy amigo y alegre. Un primer recuerdo que tengo de él es que nos cantó un tema de Gabo Ferro. Tomamos bastante tereré porque hacía un calor fuertísimo, de esos húmedos y pesados, con nubes que acercaron una lluvia que llegó luego, más luego, en torrentadas. Para entonces estábamos ya las tres, Leti, Romi y yo, en los puestos de cerámica de la avenida, presenciando la lluvia junto al barro cocido y entre el barro fresco que se armaba a nuestro alrededor. Íbamos camino a Amba Café, donde esa noche estaba programada una tertulia. Allí lo escuché al Fede hablar algo muy de adentro sobre el guaraní, como una declaración de enamoramiento (no de amor), sobre algo que está así como guardado en las células y que despierta, que respira y palpita al escuchar o nombrar ka’aguy ñe’ẽ pytúgui oje’éva, ojeheróva[1].
No puedo recordar ya cuál fue la siguiente vez que nos encontramos, pero de algún modo entre la comunicación a distancia y otras visitas del Fede a este nuestro hoyo asunceno, nos fuimos haciendo amigos.
Puedo decir hoy que conozco algo del Fede cantautor, el que compone canciones y ofrece su guitarra y canto sin mezquindad. Conozco al Fede narrativo de Kachaka Piru, el que con muchísima frescura nos describe a personajes inocentes que transitan un vaivén de aconteceres casuales, personajes cargados de una ternura divertida, cuyo terreno de acción y pasión es el barrio, la calle, la canchita, con un guaraní muy presente en las emociones y los paisajes, que parece que transpiran el idioma. Conozco al Fede traductor de Cormorán, el que trae la voz de una poeta extranjera, de un paisaje otro, de una vida otra (como una antítesis del universo Kachaka Piru), que en su poesía nos acerca al mar, al frío y a una sensibilidad poética exquisita, de emocionalidad exaltada y una expresión literaria calculada en la medida justa, como una musa clásica-moderna.
Y está también este Fede, el de Canciones para decir chau, que plantea un título de manual de procedimientos para remitirnos a dos motivos muy humanos: el duelo, expresado en las canciones, y la memoria, manifestada en las imágenes.
El recurso es simple, acudir a las canciones que, incluso sin proponérnoslo, nos sirven de canalizador del dolor ante la ausencia del otro/a/e amado. A todos/as/es nos pasó, y de seguro que más de una vez. Cumbias, Bronco, Los Temerarios, canciones enteras que no sabías que sabías hasta que las letras te hablaron directito a ese vacío en el pecho, a ese pesar tan tuyo nomás y de nadie más, de nadie más, a tu soledad tan cruelmente disfrutada.
En Canciones para decir chau Fede hace uso de su capacidad narrativa y de graficar escenas muy visuales (presente en Kachaka Piru) y la conjuga con la palabra poética. Nos lleva a un lugar común, es cierto, de la vivencia íntima, y por ello mismo eficiente, como un manual de procedimientos.
En cada página emerge una imagen, única en su universalidad. Así como la canción es el canalizador del duelo inevitable, inevasible, la imagen es el elemento de tensión. La imagen es la memoria presente ante la persona ausente. No es posible todavía el olvido, por ello se duele. Las imágenes nos llevan a estar en la piel del doliente, a mirar desde sus recuerdos. Pero también a paladear retratos muy populares, de sentires y modos muy nuestros, muy de acá, como estos fragmentos en los que dice:
“Llorar, en los pueblos, es cosa de borrachos y de mujeres”
O este otro que dice:
“El tercer mundo es el paraíso de los corazones rotos”
Y no puedo evitar imaginarme algún puesto en el mercado de Guarambaré, con sus mesas y sillas de plástico, con sus comensales y/o (más bien) bebedores sombríamente bulliciosos, sosteniendo el desvelo lloroso antes de la llegada del amanecer. O recordar los viernes de noche en viaje de colectivo por ruta 1, de San Lorenzo hacia Guarambaré, a esa hora en que los vendedores y vendedoras ambulantes cierran su rutina del día y se sienten felices de tomarse sus latas bien frías en el bus, hablarse a los gritos y llorar vallenatos. Ese paraíso de los corazones rotos.
Creo que Fede consigue con Canciones para decir chau juntar en su escritura su habilidad para ponernos en escena, su prosa poética actual, directa, muy natural (o sea, no rebuscada), y ese algo que se siente de su herencia paraguaya, una reacción parecida a lo que él contaba que le pasa al escuchar el guaraní, que aunque no lo entienda textualmente todas las veces, siempre despierta una sensación en sus fibras.
Algo así, de cosquilleos bien íntimos, es lo que sentimos con Fede, este amigo fronterizo alberdi-formoseño, cuando nos dice, por ejemplo:
“El verano en las kachakas es lento y sensual. Caderón. Te lleva de la mano hasta la farra. Y es peligroso mezclar farra con desamor. Todo el mundo sabe eso. Y bueno: te lloré borracho, en la panza de una kachaka, abrazado a una conservadora en la Playita de Alberdi. Una luz de acordeones rústicos es lo último que recuerdo, antes de jurarle al río no nombrarte nunca más”.
Quizá con Canciones para decir chau dejemos de repetirnos, o más bien nunca terminemos de repetirnos las preguntas: “¿Cuántas canciones dura el desamor? ¿Hasta cuándo escribiremos sobre aquella noche?”
[1] ka’aguy ñe’ẽ pytúgui oje’éva, ojeheróva: lo que se dice, lo que se nombra, desde el aliento de la selva. Esta frase está referida al uso del guaraní.