
Todos los días hay que pensar en mañana
Ña Elva tiene un sombrero de distintos colores, de esos que usaban los hinchas de fútbol en la Copa Mundial, pero sin nada escrito. Ella lo usa para lavar la ropa de la familia, en pleno sol detrás de la casa. O también para juntar el agua que necesitan en el día. Después de las inundaciones en el Bañado, los caños están rotos. La cara de Ña Elva, quemada, con arrugas alrededor de sus ojos y cachetes, parece muy chiquita debajo del sombrero.
Ña Elva vive en el Bañado de Asunción hace ya muchos años. Puede ser que sean como treinta años -ella se queda pensativa un momento-, o tal vez más todavía. El día que ella llegó encontró un pantanal. Mucha agua y mucho barro. Cuando ella empieza a contar su historia hay que escuchar muy bien porque la cuenta con muchos sentimientos ambivalentes.
Ellos levantaron de a poquito una casa chiquita de madera en el pantanal. Desde ese momento, sin ambages, vinieron los hijos. Lo cuenta con mucha gracia. Muchos hijos. Su familia es todo para Ña Elva. Ella les dio vida a diez hijos y, además, adoptó a uno. Con mucho orgullo dice: “ni una cortadura”.
Ella se acuerda que hace 16 años hubo una inmensa inundación en el Bañado. Justamente 16 años porque su hija, que hoy tiene esta edad, nació en el refugio. Este año, la inundación también fue muy fuerte, relata Ña Elva, y trata de apuntar con el dedo a la pared de su casa hasta donde alcanzó el agua. Pero la casa es muy alta y Ña Elva muy chica. La marca demuestra que la casa estaba llena de agua, casi hasta el techo. Desde afuera la pared se ve húmeda, mojada como una esponja sin escurrir. La humedad se queda en la piedra, peligrosa para la salud. La casa hasta ahora no se pintó más porque todos temían la vuelta del agua. Volvió hace una semana. Hasta el borde de la calle. Esta vez no entró en la casa y por todos lados se escuchaba un suspiro de alivio.
El agua llega despacito. Todo el Bañado se prepara para salir, pero nadie sale de su casa, nadie quiere dejar su casa hasta el último momento, cuenta Ña Elva. Aunque este hecho complica todo, es absolutamente comprensible. Complica todo porque hay que salir por el agua, que transmite tantas enfermedades y atrae tantos mosquitos. La familia de Ña Alba tenía suerte porque consiguieron una motocarga para llevar sus cosas. No muchos tienen esta posibilidad.
Sasha, la hija de Ña Elva, prepara un tereré. Hace mucho calor hoy y en el Bañado casi no se encuentran árboles que den mucha sombra. Tanta agua no les deja crecer. Nosotros estamos sentados en unas sillitas de madera, debajo de una planta que no nos expone totalmente al sol. Al lado una reja chica que no ayuda mucho en la protección de los robos que ocurren con frecuencia, como cuentan.
La situación en el refugio para Ña Elva estaba “bastante bien”. Su casa sobre Tacuary y 26 Proyectada aún existe. El miedo al regreso del agua todavía no salió de la cabeza de la gente. Ellos tuvieron que construir su refugio, lo único que el Estado les daba eran los materiales. “Yo no me quejo, había agua, había luz y baños. Solo el espacio era muy angosto, todos durmieron en una pieza, cinco camas, diez personas. Pero como yo me llevo bien con todos y los vecinos me querían era un ambiente amable para mí. Así no me molestaban mucho nuestras condiciones de vida en este momento. Quejarse nunca ayuda”. Ña Elva se quedó seis meses en el refugio. Seis meses en un lugarcito con diez personas pegadas unas a otras. Los domingos siempre alquilaban una canoa para poder ver su casa y evaluar su estado.
La situación en el Bañado
Siempre viene más gente a vivir acá. Siempre se acerca más hacia el río. Ellos tienen que salir mucho más temprano que Ña Elva y su familia. Muchos tampoco volvieron hasta ahora. Los caños están rotos. No llega agua a las casas. Nadie arregla. Todos los días, en la madrugada, Ña Elva sale de su casa para buscar el agua que necesita su familia por el resto del día.
Todos se asustan. Muy cerca hubo un ruido muy fuerte, como un tiro. Unos segundos nadie dice nada. Todo tranquilo, sin ruido. Después Ña Elva dice que fue una bomba.
Primero asegura que nunca le faltó nada y que tantos problemas no tenía. Después cuenta que tiene un marido que nunca le hizo caso a su familia. Ella tiene una pensión de 500.000 guaraníes, con eso tiene que sobrevivir. Lo más importante es que a nadie le debe. “A veces me ayudan mis hijos. Ellos siempre saben cuándo yo necesito ayuda. No hace falta preguntarles. Ellos lo saben”.
En una época vendían ajo, después cocieron bolsas y también vendieron papel higiénico. De cualquier manera se mantenían, siempre. Todos los días hay que pensar en mañana. “Si yo como todo hoy, entonces mañana ¿qué cómo? Si hoy como la mitad, para mañana ya no me preocupo”.
-¿Vivís bien así?
Sí, sí, sí. ¿Para qué voy a desear una cosa grande si yo no la voy a poder alcanzar nunca? Esto va a ser mi sufrimiento. Yo voy a querer, voy a querer, pero nunca voy a poder. Así me voy a sentir mal, voy a caer en la depresión. Poco dinero tenemos, pero mucho amor, amor por todos lados. Mi felicidad es mi familia y mi salud. La pobreza no es nada porque cuando te morís no llevás nada.
Caminamos. A menos de una cuadra de la casa de Ña Elva se encuentran las casas bajo agua. Acá nadie volvió todavía. Sus nietos juegan en el agua. “Salgan de ahí”, les grita. Todo parece muy tranquilo. Pero es una tranquilidad rara, espesa, llena de incertidumbres, como una tranquilidad embustera.
Ella de repente cuenta su infancia. Una infancia que no le desea a ninguno de sus hijos. Su mamá le pegaba cuando quería dulces. Le encantan todavía los caramelos. Le decía que era la más fea de la familia. Hoy, todos le tienen mucho respeto a Ña Elva, que los hace reír con sus bailes.
Para la Navidad quieren arreglar un poquito la casa, tal vez pintarla de nuevo y así esconder las consecuencias de la inundación. Ña Elva está segura y optimista de que el agua ya no volverá.
Cuando ya estoy saliendo por el portoncito, agradeciéndole mucho por el tiempo que me dio, ella dice que también quiere agradecer. Dice que le hace bien hablar de su pasado y de su infancia. Porque nunca lo hace. Prometo que volveré y que traeré unos caramelos de chocolate, que tanto le gustan.