Hasta siempre Carlos Sosa

Proyectarse como un emblema, como un símbolo, más allá de lo que haría cualquier mortal trashumante de este mundo. Alcanzar dimensiones estratosféricas a través de rasgos inigualables y que dejan su huella indeleble.
Carlos Sosa pertenece a esa fauna de extraordinarios. Dueño de un humor afilado, de un sarcasmo inapelable y de anécdotas que solo pueden ser volcadas por quien conoce la calle y los vericuetos de la existencia, a través de historias plagadas de gracia pura.
Fino en sus apreciaciones, con el léxico propio del mejor comediante, hila el relato y apresta el remate audaz, que deja boquiabiertos a sus interlocutores, para generar fastuosas carcajadas, en veladas interminables, con el manto de la Facultad de Filosofía y al amparo de la luna de Sajonia, en aquel dichoso periodo universitario.
Pero su figura se siguió proyectando en el tiempo y en el periodismo, en las inacabables coberturas y los encuentros fraternos de amigos y colegas, donde también le tocó tejer historias truculentas, no obstante cargadas de comicidad, hilvanando magia y sapiencia a la hora del relato.
Ya se habló en esta red de la mítica «Casa Sosa». Agrego que estuvo ubicada en Melo de Portugal casi Carlos Antonio López y que me tocó en suerte habitarla un tiempo, compartiendo espacio con Carlos, Rubén Velázquez (+), Luis Bareiro, Arístides Ortiz (circunstancialmente) y Manuel Medina (otro especimen que ya se adelantó en el viaje, dueño de una existencia también por demás anecdótica).
Las veladas eran apoteósicas, el intercambio de pareceres cobraba fuerza mitológica y las birras regaban generosamente cada noche noventosa, en la que escuchar al Alma Mater de la ironía y el sarcasmo era gozo pleno. No se exagera cuando se pretende caracterizar al gran Carlos Sosa.
Un nuevo domicilio cercano fue el epicentro de otros encuentros (el edificio frente a la «Crucecita»), en los que casi todos los nombrados volvimos a compartir departamento y a continuar con el bacanal de coloquios enriquecedores, risas de por medio, porque ese era el imperativo.
La vida nos volvió a juntar algunas veces más, tras la diáspora obligada que llevaba a cada uno a emprender su destino.
Más allá de su reciente fin terrenal, queda su figura como un emblema, como un símbolo al que se admira en cuanto a su visión de las cosas, y en cómo no hay que tomarse casi nada en serio, porque -como lo expresa la revista Selecciones- la risa es un remedio infalible.

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