
04 Ago 30 años de democracia: ¿Cuánto es realmente el poder de la ciudadanía?
La tensión se desinfló por el momento. Ahora que las aguas parecieran haber encontrado parcialmente su flujo y que los ánimos se hayan desapasionado finalmente, resulta más fácil poder analizar lo sucedido durante estos días de delicada agitación en la coyuntura política del país.
Lo que empezó como un reclamo legítimo de la ciudadanía ante la falta de transparencia por un acta bilateral secreta con el Brasil dada a conocer al público dos meses después de su firma, que dejó al gobierno del presidente Mario Abdo Benítez contra las cuerdas y al borde de la posibilidad de su destitución vía juicio político, terminó en uno de los tantos escenarios conocidos en Paraguay de salvataje entre factores de poder dentro del Partido Colorado. Pero no solamente eso.
La anulada posibilidad de juicio político de esta semana a los dos máximos representantes del Poder Ejecutivo, Mario Abdo Benítez y su vice Hugo Velázquez, tuvo que ver también con diversos movimientos de actores incluso supranacionales, como el apoyo dado al presidente Benítez de parte de la embajada estadounidense y la finalmente claudicación del acta por parte del gobierno brasileño de extrema derecha de Jair Messias Bolsonaro, que ha demostrado un apoyo más que explícito a su par paraguayo.
Aun así, esta última no parece del todo clara, puesto que en el documento dado a conocer por la prensa solo se habla de “una decisión unilateral y soberana de la Alta Parte Contratante paraguaya”, mientras que se deja ver que la negociación vuelve “a las instancias técnicas” para “retomar las reuniones con el propósito de definir el cronograma de potencia a ser contratada por la Eletrobras y por la ANDE, en el período 2019/2022”. Es decir, el gobierno brasileño nunca dejó sin efecto el acta realmente. Al menos esto según las opiniones de algunos analistas que no descartan posibilidades a futuro de que la cuestión del acta reflote nuevamente hacia la superficie.
A priori, todo esto representa sin duda la mayor crisis política enfrentada por el mandatario paraguayo a tan solo siquiera un año de cumplirse su proclamación como presidente de la República, el 15 de agosto. Si bien es cierto que la inestabilidad política ha sido una constante desde que Abdo Benítez asumiera y una impronta que lo ha marcado como gobernante, los hechos recientes dan cuenta de una fragilidad extrema en el manejo del poder real del gobierno en la política nacional. Su aparente “triunfo” no deja de percibirse como una simple victoria pírrica aún sin definiciones contundentes, pero claramente significa un duro golpe que costará muy caro al presidente de aquí a mediano y largo plazo, puesto que ha perdido la legitimidad relativa que hasta ahora incluso le había costado mantener. No bastará con la simple renuncia de funcionarios de su gabinete por “negligencia” en cuanto al tratamiento de la firma del acta, lo que se ha puesto en juego es la mismísima posibilidad de que Abdo Benítez concurra exitosamente su periodo de gobierno de aquí a 2023.
El gobierno colorado de Añeteté deberá encontrar aliados más cercanos dentro de su círculo de poder que le otorguen una base de sustentación política consolidada a su ya de por sí endeble gobernabilidad. Los riesgos de reiniciar con mayor vehemencia la irresuelta disputa al interior de la Asociación Nacional Republicana (ANR) con el movimiento Honor Colorado del ex presidente Horacio Cartes, deberán ser para el presidente el cálculo político mayúsculo que apunte a sopesar las enormes pérdidas de confianza y de credibilidad que acucian a su breve gestión.
Principalmente porque al final de cuenta el poder con que sigue gozando el ex presidente en la política del país sigue siendo notorio, y casi determinante, como ningún ex presidente en la era democrática paraguaya desde 1989. Así quedó comprobado tras el fallido juicio político que nunca comenzó, puesto que fue Cartes quien puso a prueba el liderazgo de Abdo Benítez, más allá de los actores que jugaron externamente y que a reducidas cuentas influyeron menormente en la construcción de conflicto real de la reciente crisis, aun no finiquitada del todo.
Por otro lado, y dejando por un momento a un costado la pregunta acerca de si la herramienta de juicio político constituye una opción democrática viable a la hora de zanjar las crisis políticas y juzgar a los representantes del país, resulta llamativa la manera en la que los medios de comunicación junto a diferentes actores político-partidarios se encuentran por estas horas intentando restarle responsabilidad a la figura de Mario Abdo por lo acontecido, apuntando de esta manera casi única y exclusivamente al vicepresidente Velázquez ─y reabriendo a la vez la posibilidad de pérdida de su investidura─, como si el presidente no tuviera nada que ver.
Obviando el dato centralísimo de que fue el mismo ex director de la ANDE Pedro Ferreira quien en su audiencia solicitada en el Congreso Nacional hace unos días atrás dijera que el presidente sabía que retirar el punto seis del acta con el Brasil perjudicaría al Paraguay en términos económicos.
Sin embargo, Mario Abdo nunca rectificó realmente su posición inicial con respecto al acta mientras que siguió manteniendo implícitamente la idea de que existe una desventaja para el Brasil en torno a los términos de compensación por la compra de energía excedente en la hidroeléctrica binacional. Esto es, si acordaron romper el acuerdo era únicamente para terminar con la posibilidad de juicio político. En esa misma línea siguen quedando las renuncias de los cuatros funcionaros de la cancillería paraguaya y de la ANDE. Contradicciones que resaltan a la luz de los hechos y que todavía no dejan de pesar en la opinión pública a la hora de analizar lo ocurrido más allá del papel que intentan cumplir los medios de comunicación de apagar los fuegos que rodean al presidente y que pueden terminar quemándolo definitivamente.
El descontento social y la democracia en Paraguay
Por fuera del influjo de temporalidad que rige en la crisis política actual, que obliga a pensar los acontecimientos nada más que en tiempo presente, quizá resulte también importante analizar cómo se ensartan estos hechos en un marco retrospectivo ─esto sin obviar el dato de que aún no sabemos cómo terminará definitivamente el conflicto presente─. Es decir, pensando las implicancias que tiene a futuro pero fundamentalmente posando la mirada en la reconstrucción de los hechos a través del pasado más reciente de la política en el país.
Esto tiene que ver por supuesto con el panorama de descontento social contra la clase política que se vive desde hace algunos años en el Paraguay y que atiza la inestabilidad política en la que se ve envuelto el gobierno actual, no solo en estos momentos sino desde su misma asunción al Ejecutivo. Pensar la coyuntura en este sentido quiere decir pensar también la manera en la que los diferentes actores de la sociedad en su conjunto se han desenvuelto en cuanto a la producción y resolución de conflicto a lo largo de los años recientes.
El debate que suscita detrás y que pocos se han tomado la tarea de analizar en ese sentido es con respecto a si la ciudadanía tuvo realmente un papel protagónico y crucial en el desenvolvimiento de la crisis actual o si todo esto representa nuevamente nada más que una pugna dentro del Partido Colorado de las que estamos acostumbrados, dada nuestra historia de conflictos recurrentes en las cúpulas del poder colorado que han gobernado por mayor tiempo al Paraguay.
Esto es así porque muchos dan por hecho que la sociedad paraguaya viene experimentando cambios profundos en su matriz cultural desde hace algunos años atrás, en relación a la política. Dicen las voces más optimistas: “el pueblo paraguayo ya no tolera más la prepotencia de sus gobernantes” o simplemente “hay un despertar de la ciudadanía”. Razón no les falta, pero hechos concretos tampoco sobran en demasía.
Sucede que desde 2015, año en el que empezara a sonar con mayor amplitud los tambores del descontento ciudadano, la lucha contra la corrupción y la prepotencia del gobierno han sido los dos significantes en los que ha gravitado la narrativa del impulso social contra la denominada clase política. La actual crisis generada en torno a la firma del acta bilateral con el Brasil, no es ajena a esta dinámica.
Con la apertura primaveral protagonizada por los estudiantes de aquel septiembre lejano de “UNA no te calles”, se abría también a su paso un nuevo entramado de relacionamiento político con amplios sectores de la población. Desde ese entonces, somos testigos de una reacción social negativa que cada vez se torna más impetuosa para con los políticos en Paraguay. Aquel acontecimiento empujó la primera ficha de dominó que desencadenaría renuncia tras renuncia de diversos funcionarios públicos de las instituciones del Estado a lo largo de estos años. De Froilán Peralta y Marta Lafuente a González Daher y Luis Alberto Castiglioni hay un largo trecho, y en medio, un Congreso ardiendo en llamas. Acercando la lupa en cada uno de los casos, encontramos cierta relación causal que los compone: los ciudadanos quieren que los políticos corruptos se vayan definitivamente, pero los políticos ─fieles a su prepotencia─ hacen caso omiso de sus demandas, nuevamente, y en ese lapsus se cortan manos para salvar al enfermo ¿Representa un triunfo “real” que los políticos renuncien cada vez que la ciudadanía despierta su indignación? ¿Qué cambió “realmente” desde 2015 hasta nuestros días?
Desde hace cinco años que la sociedad paraguaya es cada vez más proclive a producir conflicto político en la agenda de sus gobernantes y de los medios de comunicación hegemónicos, quienes se acoplan a los primeros celebrándolos, insuflando y moldeando sus relatos. En ese sentido, la definición del rol de los actores es también crucial, puesto que operan en diferentes espacios y altitudes, pero principalmente, con particulares intereses.
Dada la acumulación de poder comunicacional de actores políticos que operan también a gran escala, como es el caso del propio Horacio Cartes, existe una fragmentación relativa en cuanto a la agenda pública mediática que debe ser considerada. Así, tanto los medios de comunicación como la clase política en su conjunto, funcionan a un nivel más elevado en términos de poder, a diferencia de la ciudadanía, que también con sus justos matices, opta en cada caso por las narrativas propuestas por los diversos medios de comunicación y sus intereses que los sostienen de fondo, pero con una capacidad de acción real mucho más reducida.
Existe también otro actor importante, el de los grandes grupos económicos, y es aquí donde mi planteo se vuelve más marxista, puesto que los grupos económicos dominantes en Paraguay funcionan con una sintonía bastante acorde a la estructura institucional del Estado y de los grupos comunicacionales. Por lo que no sería del todo erróneo suponer que representan en esencia lo mismo, con la salvedad de que estos buscan pasar preferentemente desapercibidos ante la opinión pública, y por ende su relación con la ciudadanía en torno a los conflictos de la sociedad en general casi no existe dentro del sistema político.
Posiblemente un dato que tampoco deba escaparse al análisis es el de la incorporación de los medios digitales y de las redes sociales a la vida pública de los ciudadanos paraguayos hace algunos años atrás, curiosamente más o menos durante el mismo lapso de tiempo en el que empezaron a sonar más fuerte los reclamos de la ciudadanía, y que sin duda han hecho su trabajo a la hora de democratizar la información pública y de dotar de mayor capacidad de acción a estos primeros. De esta forma, existen más cantidad de relatos entre los cuales elegir y sentirse más cómodos con las verdades que cada quien prefiera creer, a diferencia de tan solo veinte años atrás en donde la prensa dominante fungía como única vociferadora de la verdad absoluta del universo, tanto para la política como la economía y la propia cultura.
En síntesis, la clase política y los grandes medios de prensa absorben el conflicto inicial demandado por la ciudadanía y lo vuelcan a su favor dependiendo el caso, pero sin concluir en mayores reordenamientos de la estructura que organiza las instituciones tanto formales como informales, que a fin de cuenta son estas las que crean los lazos entre la sociedad y el Estado, ordenando así la vida social y política de una población.
De esta manera, la identidad ciudadana, capaz de percibir desigualdades y de producir conflicto pero no de institucionalizarlo ─cumpliendo así con su cometido de satisfacer sus demandas complejas y heterogéneas en el proceso de politización─, pervive en el sistema político como una diminuta mota de pintura negra arrojada a un gran paño totalmente en blanco, sin lograr nunca teñirlo del todo, chocando siempre contra un mismo tejido.
Parte de lo que vivimos en estos precisos momentos en la coyuntura política del Paraguay, responde a esta misma lógica y metáfora. El conflicto surge con el rechazo amplio de la población al acta, pero esta no logra nunca resolverlo, y pasa a ocupar un papel menor en la resolución del mismo, a la vez que se manifiestan los factores de poder real redirigiendo y ordenando el conflicto. Aunque en este caso habría que tomar todo más bien con pinzas, porque como se menciona reiteradamente, la crisis actual no ha concluido aún.
Todo esto demuestra la débil institucionalidad del país y una democracia que siempre encuentra sus límites para con su supuesto actor principal que le da vida y origen en la historia: el mismísimo pueblo. Vale preguntarse entonces, ¿existe realmente la democracia en el Paraguay? ¿O es que hemos adoptado una forma propia en la que las demandas de este rara vez encuentran oído que las escuchen a la vez que se permiten convivir, con sus más y sus menos, junto al respeto de las libertades civiles y las garantías fundamentales del derecho occidental, sin caer en autoritarismos totalitarios a la vieja usanza del siglo pasado?
A 30 años de democracia en el Paraguay, ¿cuánto es realmente el poder de la ciudadanía? Está claro que nuestro sistema democrático no se coindice con el de la Atenas de Pericles, en donde una población compuesta por más o menos 300 mil habitantes votaba en una Asamblea (Ekklesía) donde quienes participaban tenían el derecho a voto a mano alzada y la exposición de sus respectivos argumentos. Ni quisiéramos serlo. Sin tomar en cuenta los grandes beneficios con que contaba la democracia original griega a diferencia de la actual, amplios márgenes de la población eran dejados de lado debido principalmente a las desigualdades económicas abismales, entre ellos mujeres y esclavos, que directamente tenían prohibida su participación en dicha Asamblea.
Sin embargo, no hay duda de que tampoco pertenecemos a la pléyade de países primermundistas donde impera una fuerte tradición republicanista. Si tomamos a la estabilidad política junto a una consolidada estructura institucional de pesos y contrapesos como rasgos fundamentales que hacen al aspecto de una democracia, no haría falta ir más lejos, solo habría que mirar en la región a ese vecino país que siempre pareciera que le va bien en todo: la República Oriental del Uruguay. Un caso similar, aunque con sobradas diferencias con el anterior, es el de la restauración democrática del Chile post-Pinochet. Sí, según los estándares internacionales, Chile posee una de las democracias más fuertes de la región, aunque con sus imperfecciones ─y un claro tamiz neoliberal─. Pero sin duda más eficaz que la de nuestro país.
En la misma línea, no es casual tampoco que Paraguay presente uno de los porcentajes más bajos de América Latina en términos de conformidad con respecto al sistema democrático, así como resulta tristemente lógico que un político como Paraguayo Cubas se permita decir que busca para el país una dictadura y ser elogiado al mismo tiempo y no repudiado por sus dichos, como debiera ocurrir en cualquier república representativa con una cultura política democrática sana que funcione como anticuerpo. Según el último informe de la organización Latinobarómetro para el año 2018, de toda la región, Paraguay es el país que manifiesta mayores preferencias con un régimen político autoritario [ver informe]. Teniendo en cuenta la falta de atención que los diferentes gobiernos prestan a las demandas ciudadanas, la población paraguaya encuentra más satisfacción en un régimen autoritario porque aduce que en el sistema democrático (liberal) sus demandas no son canalizadas y absorbidas exitosamente por sus instituciones: aunque parezca una paradoja, la sociedad paraguaya pide dictaduras cuando en realidad lo que está buscando es más democracia. El sistema institucional no ha dado aún el purgatorio definitivo que resuelva este aparente impasse. Mientras eso no ocurra, seguirán renunciando político tras político, y la ciudadanía seguirá elevando los decibeles.
No hay, pues, margen alguno para plantear reformas estructurales que busquen resolver las grandes problemáticas sociales y económicas, aspectos que hacen también a la salud de una democracia. Incluso la de la corrupción, que definitivamente debe empezar a ser percibida más como una cuestión estructural a nuestro particular sistema institucional que como un fenómeno que puede ser resuelto aplicando ciertas medidas específicas de corto aliento, muchas veces promovidas con fines demagógicos, como por ejemplo el desbloqueo de las listas sábanas, medida que la población ha abrazado equivocadamente como herramienta eficaz para combatir la corrupción.
Cambios en la cultura política, las dos caras del dios Jano
Finalmente, a lo largo del recorrido del nacimiento de nuestra aún joven y endeble democracia, la cual cumple 30 de vida este mismo año, hemos arribado a la creación de un sistema informal de contrapesos que permitió cambiar la estructura institucional legada de la dictadura a través de acuerdos entre los diferentes partidos políticos, hemos roto el pacto cívico-militar vigente durante más de cincuenta años, hemos ampliado el número de partidos y opciones ideológicas en la sociedad, hemos reducido sustancialmente el número de pobres por ingresos y aplacado los índices de desigualdad económica del país ─dejando a un lado la cuestión del desarrollo productivo y tecnológico de nuestra economía─, y más allá de que la experiencia encontró una clara limitación que la terminó dilapidando definitivamente, hemos presenciado el primer gobierno de signo político e ideológico distinto en más de 60 años de coloradismo continuado… pero nos hemos olvidado a su vez de la que sea posiblemente la cuestión más importante de todas en cuanto a la democracia: el poder de la gente.
Los cambios en los modos de comportamiento político de la población del Paraguay de los años recientes dan cuenta efectivamente de modificaciones culturales más bien paulatinas pero transversales a un proceso de politización hasta ahora inédito. Es decir, hay un fenómeno que en efecto existe en la sociedad y que va cobrando mayor aliento con el trascurrir de los años. El factor de recambio generacional tiene mucho que ver. Con ello se abre la posibilidad de saldar esa cuenta aún pendiente con la democracia del país. A fin de cuentas, y tratando de no sobreestimar demasiado el empoderamiento ciudadano como hacen ciertos actores con intereses definidos, ¿cuándo fue la última vez que durante un periodo de tiempo tan reducido se hayan destituido tanta cantidad de políticos y funcionarios del Estado en la historia misma de la nación? Quizá, la pregunta acerca de la democracia en el Paraguay deba buscar un enfoque más realista que no necesariamente niegue la posibilidad de desarrollo de esta a través del fortalecimiento de los canales a los cuales estamos acostumbrados a observar, que nos dicen que por ahí la democracia se endurece, arriba, en las instituciones políticas formales del Estado, pero que incluya con más peso de análisis a la vez un proceso de aprendizaje social de nuestra sociedad misma, en su propia cultura política.
Desde ese punto de vista, podemos decir que la democracia en Paraguay ha tomado un rumbo interesante durante los últimos años, que sin duda ayuda a fortalecerla. Como el dios Jano, la cultura política tiene dos rostros, escribe el politólogo Aníbal Jara Goiris en su libro “Paraguay: ciclos adversos y cultura política”: uno democrático y pluralista y otro autoritario y sumiso al mismo tiempo. No hay democracia en el mundo que no se sostenga sin valores democráticos. En Paraguay los valores en cuanto a la democracia han sido prácticamente inexistentes, y en consecuencia ha primado una cultura política autoritaria basada en la sumisión, en el agachar la cabeza, heredada no solamente por el stronismo sino de una constante a lo largo de toda nuestra historia, desde la fundación misma de la República hace ya más de 200 años. Lo que hemos visto durante los últimos cinco años en el país nos permite pensar en leves mutaciones dentro de la cultura política autoritaria predominante en su inexorable paso hacia una forma más democrática, sostenida en valores genuinos de respeto entre los miembros de una sociedad.
Más allá de cómo se dirima finalmente la crisis política actual que ha debilitado profundamente al presidente Abdo Benítez, tal vez debamos empezar a mirar al futuro más que al presente, a observar más abajo que arriba, atendiendo al peso específico de los diferentes actores, sin negarles por ello los logros obtenidos por los mismos. Remover presidentes cada dos por tres no es necesariamente signo bueno de fortaleza democrática, un ejemplo de ello es el de Fernando Lugo, donde los factores de poder real cumplieron un papel central en el golpe perpetrado hacia el ex presidente, sin ninguna sola prueba legal válida de su supuesto “mal desempeño”.
De esta manera es que los diferentes partidos políticos y grupos dominantes de la sociedad han sostenido su hegemonía a lo largo del tiempo. Sin embargo, retirar de su cargo a un presidente que efectivamente ha cometido mal desempeño de sus funciones y ha traicionado los intereses nacionales puede llegar a ser una herramienta genuina si la legitimidad de fondo opera con esta función valórica. Para ello debe ser nadie más que el pueblo quien decida la remoción de sus propios mandatarios y no las otras instituciones del Estado. En ese sentido, se debería plantear la herramienta de referéndum revocatorio en una posible reforma constitucional a futuro como mecanismo legítimo que ayude a fortalecer el proceso democrático.
Paraguay es el país en el que cambian presidentes cada cinco años para terminar comprobando dos décadas más tarde que nada realmente cambió. Este eterno presentismo pareciera haberse roto en los años recientes, y probablemente empezaremos a verificar en el horizonte más cercano diferentes escenarios a los cuales no nos tenían acostumbrados. Si es como dicen y la historia la hacen efectivamente los pueblos, es en la sociedad donde se cambia la vida y no en el Estado, dice Segato.
Hace muchos años el reconocido escritor anarquista Rafael Barret, habría encontrado la solución a esta aparente maldición, solo que nunca le hicimos caso: «Fácil es volcar un gobierno; difícil transformar las costumbres gubernativas. Fácil es cortar cabezas; difícil pedir que retoñen. La vida de un pueblo tiene mucho de vegetal. Es inútil a veces podarla y hasta mutilarla; el mal sube con la savia dentro del tronco. El mal está en las raíces, bajo tierra. Allí es donde se debe herir para curar».
Vaya si no sabrá Barret cuán grande es el dolor paraguayo.
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