
Fumar marihuana en Asunción
Por Arístides Ortiz
Escuché un leve susurro de la hierba inmediatamente después de que la llamita del encendedor quemara la punta del preparado que ya estaba en la boca de Raúl. Era uno cortito pero barrigón, bien cargado. Otra honda chupada lo inflamó al rojo vivo. Cuando sacó el humo por la boca con un suave soplido, el balcón de mi pequeño departamento en el barrio Sajonia se inundó de un aroma penetrante; un aroma que parecía a pino quemado, uno que parecía picar en las paredes de mi nariz, pero que para Raúl tenía el olor a “campo fresco”.
Antes de esa fumata, las manos de Raúl Lezcano (37) habían tocado hábilmente el pedacito de marihuana prensada que sacó de una bolsita de hule. Con los dedos pulgar, índice y medio de ambas manos deshacía pacientemente la hierba, o la “paraguaya”, como se conoce en otros países al cannabis producido en Paraguay. A medida que lo deshacía, la hierba picada y seca iba cayendo sobre la mesa formando un cúmulo.
“…Ojo, el THC ( tetrahidrocannabinol) está en la flor, no tanto en las hojas ni en el tallo de la planta de marihuana…en el cogollo de las flores está el purete”, me instruyó Raúl mientras seguía manipulando la hierba.
Raulito es un fumador consuetudinario del cannabis. “Yo fumo hace 18 años, viejo; te puedo contar muchas cosas de esto…”, me dijo este economista de profesión al tiempo de sacar de la mochila una pila de papel de arroz. De éste despega una hojita, la extiende sobre la mesa, toma el cúmulo de hierba y la esparce sobre el papel transparente. Luego lo agarra de sus extremos ya con la hierba picada, la dobla sobre sí, moja con saliva el extremo superior del papel y lo pega. Para terminar, tuerce con el índice y el pulgar de ambas manos los extremos del cigarrito. “Aquí está el petardo…le llaman fino, faso, cigarro, porro, canuto…de muchas formas. Yo le llamo petardo, porque cuando pega, te explota…”, me expresó riendo, para luego tragar la primera bocanada de humo, ese que parecía dejarlo tan relajado como el tranquilo cauce del río Paraguay que, a lo lejos, se ve desde el balcón.
Raúl es uno de los miles de consumidores de marihuana de Asunción que fuman clandestina o semi clandestinamente en las calles, parques, plazas, casas y edificios de la ciudad, pese a que la contradictoria e incompleta Ley 1340 permite a los habitantes mayores de edad del país consumir hasta 10 gramos de cannabis.
Si en Uruguay el último censo arrojó alrededor de 150 mil consumidores de cannabis para fines recreativos y medicinales, ¿cuántos consumidores hay en Paraguay, considerado el segundo mayor productor de marihuana del mundo detrás de Marruecos?. “Yo no sé viejo, pero creo que somos muchísimos en Asunción. Y creo que en los últimos años creció la cantidad de fumadores”, comentó Raúl.
El petardo de Raúl se transformó en el fino de Patricia Riveros. “Para mí es un fino, una de las tantas formas de llamar a la marihuana…no sé, me gusta llamarlo así”, me contó Patricia (26) una tarde en el Parque Carlos Antonio López, debajo de dos imperturbables samu’u que parecían escuchar plácidamente nuestra conversación.
Patricia es estudiante y docente. Fuma hace 6 años. Ella me dijo: “Cuando le hago a un fino, mi percepción se amplia: veo mejor, escucho mejor, hasta huelo mejor…y mi pensamiento fluye”. Y agrega: “Si estuviera bajo los efectos de un fino, vería hasta los más pequeños detalles de ese majestuoso samu’u, escucharía el susurro de sus hojas…los que ahora no veo ni escucho”.
Cuenta que su vida no gira en torno a la marihuana, como ocurre con otros fumadores, generalmente jóvenes, acota. Ella trabaja de día y estudia y enseña de noche en la universidad. No fuma hasta una o dos hora antes de ir a la cama. Patricia tampoco mezcla la marihuana con el alcohol. “Para mí no tiene sentido tomar alcohol mientras estoy bajo los efectos del cannabis, porque aquel me quita el estado de relajamiento y de sensibilidad que me dan el fino…es como una ética que sigo”, comentó.
Aquel día, Patricia llegó entrada la noche a su pequeño departamento de una pieza y un baño. Comió algo, se dio una ducha fría, se puso una ropa liviana y se tiró a la cama con los auriculares pegados a las orejas. Sentada con las piernas cruzadas, deshizo la hierba sobre las páginas abiertas del libro “El idiota” de Fedor Dostoyevsky. Minutos después chupaba el humo de su fino, mientras escuchaba Pink Floyd y leía al ruso. “Cuando me pego con la marihuana, siento más la música y entiendo mejor lo que leo…y cuando se va yendo de mi sus efectos, concilio el sueño como un bebé”, describió alegremente.
El fino de Patricia mutó esta vez al porro de Christian Pérez (42). A diferencia de los demás entrevistados, Christian -un comunicador social- se arma “unos porros que parecen cigarrillos”. Es que él tiene un armador, uno artesanal que le da una forma lisa y simétrica a sus porros. Mi entrevistado dice que fuma una sola vez al día, en horas de la tarde, al término de la jornada. Una de estas tardes, Christian se preparó uno: metió la hierba picada en el hueco abierto entre los dos rodillos cubiertos con un papel duro del armador; la apisonó cuidadosamente con los dedos, luego la aprisionó con ambos rodillos. Seguidamente metió el papel de arroz entre ambos rodillos, mojó con saliva el extremo superior del delicado papel y con los dedos índices hizo girar lentamente y varias veces los rodillos hacia sí. Al rato separó los rodillos y saltó un simétrico cigarrillo de marihuana. Esa tarde, sentado en la cama de su habitación, Christian metió su porro en la boca, lo encendió e inhaló el humo que llevó una saludable y prudente cantidad de tetrahidrocannabinol a su pulmón que luego lo distribuirá en sus arterias.
“Yo fumo marihuana porque me ayuda a pensar mejor…me produce un efecto mental positivo…es una planta que abre la mente…”, me contó este miembro activo de la Organización Kannábica del Paraguay, una asociación que promueve abiertamente la legalización de la producción, comercialización y consumo de la marihuana.
“Fumo raras veces mis porros en la calle o en lugares públicos. Para mi es más una experiencia individual, una meditación personal…además, evito la molestia de los policías”, me dijo durante la entrevista que mantuvimos en el bar Tía Techa, ubicado sobre la ruidosa Eusebio Ayala.
El faso de X
X es más precavido que mis demás entrevistados. Es porque en algún tiempo del pasado fue manija (distribuidor) en Asunción. X convirtió el porro de Christian en un faso: “Ahh, querés hablar piko del faso…jaja, justo ahí tengo una tuca en la camioneta…”, me dijo mientras tomábamos cerveza en el bar El Rubio una madrugada. Trae su tuca (un resto de cigarrillo de marihuana); es un breve pitillo quemado que lo enciende con un fósforo y lo disfruta sin preocupación alguna, seguro de que al hombre de corte militar y a la mujer muy emperifollada que están sentados en la otra mesa, poco les importará el humo de la marihuana.
Narró que cuando era proveedor compraba los panes de marihuana prensada de campesinos cultivadores. “Yo iba con mi vehículo hasta la terminal de ómnibus. Aquí contactábamos con el productor. Solía comprar de ellos hasta 4 kilos de cannabis de buenísima calidad. Y luego los vendía a mis clientes, que en realidad eran todos mis amigos y conocidos, porque como es ilegal su comercialización, la base para la venta es la confianza”, dijo este técnico industrial cercano a los 35 años que estuvo preso unos cuántos días acusado de tráfico de drogas. “Ahora ya no distribuyo. Es muy jodido. Disfruto nomás ya del cannabis que compro de mi proveedor”, aclaró mientras le daba otra calada a tu tuca.
X reveló que la distribución de la marihuana en el mercado interno lo realizan los campesinos que con sus familias se dedican a su cultivo. “La exportación de la marihuana paraguaya hacia otros países esta monopolizada por los grandes narcotraficantes”, afirmó.
Aquella madrugada terminé la entrevista con X a eso de las 3:00 y fui a caminar por calle Palma. Buscaba oler en otros lugares de Asunción ese penetrante aroma de hierba quemada. Unos metros antes de llegar a la calle Montevideo, el aroma del cannabis taponó de repente mis fosas nasales; un poco más adelante vi a un grupo de jóvenes sentado en la acera, fumando. Por sus formas de vestir y su modo de hablar, concluí que eran de clase media alta. Ahí cerca, en el bar Poniente, explotaban la música y el jolgorio de la muchedumbre. “Alguien tiene un toco de lo bueno para mí…compro si es necesario…”, pregunto amablemente al grupo, sabiendo que a esas horas todos los fiesteros se hermanan. “Jaja men…no es necesario, te doy un poco de mi reserva personal”, me dijo un joven, mientras se dirigía a su auto y extraía de la guantera un bolsita con marihuana picada.