Máscaras guaraníes que usamos todos los días

¡Indios en la Argentina! Y hasta mestizos, “gringos” y “no indios” que se empecinan en “hablar como indios”. Desde Bartomeu Melià hasta la cumbia villera, desde la literatura canónica hasta las gestas independentistas, este ensayo nos lleva de la cotidianeidad a la extrañeza de una lengua antropofágica que se escribe en la piel de los sudamericanos y los argentinos.

Por Mariano Dubin*

Bartomeu Melià fue, sin duda, uno de los intelectuales más originales de este continente. Incluso aunque haya nacido del otro lado del charco; en Porreres, en Mallorca, en 1932. Sacerdote y lingüista, fue, en verdad, un eslabón más del pensamiento jesuítico indoamericano, que desde sus inicios hizo de la experiencia americana una filosofía política nueva. Sería bueno no olvidar que tanto Fidel Castro como Gabriel García Márquez y otras grandes figuras intelectuales recibieron formación jesuita.

Mariano Dubín

Melià hablaba decenas de lenguas: mallorquín, español, latín, griego, alemán, francés, portugués, italiano, inglés y, claro, distintas variedades del guaraní –el jopará, el mbya, etcétera–. Desde mediados de la década del 50 estuvo en Paraguay, muchas veces en largas convivencias con las comunidades mbya y ava guaraní, aprendiendo no una lengua sino una experiencia de mundo. También, para entonces, colaboró con León Cadogan, el antropólogo paraguayo que escribiera uno de los libros esenciales de la literatura latinoamericana: «Ayvu rapyta. Textos míticos de los mbyá-guaraní del guairá (1959)».

Melià murió en el año 2019 con una visión sumamente trágica de la destrucción ecológica, la desregulación capitalista y el futuro de la identidad guaraní. En una de las mejores entrevistas que se le ha hecho (y una de las últimas), realizada por Carla Benisz y Mario Castells bajo el nombre «La lengua también es piel» (2019), leemos que: “la sojización no sólo es una agresión ecológica sino también social. Esa agresión cultural va unida al mismo cultivo. Quiero decir que la soja no se puede hacer en lotes de 10 hectáreas. Requiere de una concentración mayor de tierras y va contra las personas. Donde hay soja no hay personas. Así como en un campo de soja no vas a ver un tatú o un gua’a. Y el guyra kampána, ese sí ya se murió [empieza otra vez a quebrársele la voz]. Cinco kilómetros antes de llegar a los campos de soja…”.

Mientras parte de nuestros intelectuales y académicos hacen parte del dispositivo de la dominación neocolonial –y, por ende, desprecian con orgullo la barbarie nativa–, el mallorquín Melià fue un pensador y defensor de la cultura guaraní, el campesinado paraguayo y los pueblos indígenas. En Mundo Guaraní (2011) afirmó que el “Paraguay, como nación, desciende en parte de los Guaraníes, pero los pasos del sendero están casi enteramente borrados”. La idea de un sendero con los pasos casi enteramente borrados es una imagen certera de las paradojas y los desencuentros entre las culturas nacionales y las culturas indígenas ya no sólo de Paraguay sino de toda América Latina y el Caribe. Nuestra cultura mestiza, con cuero y espíritu indígena, ha poseído múltiples reacciones a su pasado originario, entre ellas, claro, el rechazo y la persecución.

En otro libro memorable, «La lengua guaraní del Paraguay» (1992), cifra la lengua en el rito de un canto largo: “a la manera de un ritual indígena –como aquellos en que he podido participar frecuentemente en las aldeas de los guaraníes– veo el desarrollo de esta lengua como un canto largo, mborahéi puku, en el que cada estancia configura una etapa histórica o refleja un estilo de vida. Es el canto en que voces antiguas se abren a voces nuevas”.

Bartomeu Melia en diálogo con el Papa Francisco

No es sólo la lengua guaraní; digamos que la experiencia indígena prolifera en Sudamérica. El Gauchito Gil, santo correntino de facón e insignia federal; los mates cimarrones que nos permiten despertarnos bien temprano a la mañana; el chamamé y la polka que cruzan las fronteras de Paraguay y Argentina; los animales que sólo sabemos nombrar en sus lenguas: yaguareté, yacaré, aguará guasú, chajá, piraña, carpincho. Es el San Martín y el Artigas que hablaban en guaraní. Es el poeta brasileño Oswald de Andrade quien preguntó, en el año 1928, en su «Manifiesto Antropófago»: “Tupi or not Tupi: that is the question”.

Tal vez esta indagación podría estar mal encarada si se pensara que aquello tupí o guaraní debe ser inventado: recuperado de un origen lejano y perdido para siempre. Por el contrario, formulemos una forma de antropofagia cotidiana: todo aquello donde lo guaraní está vivo en nuestras vidas comiéndonos por dentro. Es decir, las máscaras guaraníes que usamos todos los días.

Tupí or not tupí: that is the question

Darcy Ribeiro, en «El pueblo brasileño» (1995), afirmó que el “Brasil es la última y dolorosa realización del pueblo tupí” y que “rotos y transfigurados llegamos a ser lo que somos”. Esta idea de una matriz tupí-guaraní que estructura vastas regiones sudamericanas es la excusa para hablar no de lo indígena en su otredad radical (idea tan cara en el mercado neoliberal de las identidades) sino en el nosotros americanos.

Veamos la extensión guaraní, primero, en la literatura y cultura argentina. Sólo para nombrar unas pocas cosas que están a la vista de todos: los cuentos de Horacio Quiroga mixturados en la lengua y la cultura guaraní –por ejemplo, en «Los precursores», escrito en español pero con una sintaxis guaranítica (“los que hemos gateado hablando guaraní, ninguno de esos nunca no podemos olvidarlo del todo”) o sus diversos cuentos donde recupera la cosmología criolla litoraleña–. O los diálogos entre Jorge Luis Borges y Fanny, su empleada doméstica correntina por más de tres décadas, donde ella le explicaba palabras y frases en guaraní. O la letrística, no sólo en el chamamé sino, a su vez, en la banda de cumbia villera Damas Gratis, por ejemplo, en «Chica bandida» –recordemos que el cantante Pablo Lescano se crió con un abuelo que le transmitió la lengua indígena–, orgullo guaranítico que estampa en una remera que suele usar: rohayhu pero che peteĩ sarambikue-. Es el caso del mismo zorzal criollo, Carlos Gardel, que se animó en el año 1922 a cantar: Iporá kuñatay / más linda que el urupey / te canta tu kuimba’e / ¡ay, sí / ¡en idioma guaraní!

José de San Martín hablaba guaraní, acaso como lengua materna, mientras que José Artigas y Manuel Belgrano lo aprendieron en las guerras patrias; un héroe más reciente, Diego Armando Maradona, fue hijo de yacaré correntino: “Don Diego”. El guaraní se lee también en «El río oscuro» (1943) de Alfredo Varela, y se escucha en su monumental adaptación «Las aguas bajan turbias» (1952) de Hugo del Carril; en otro tipo de cine, la Coca Sarli, bajo la dirección de Armando Bó, hizo varias películas ambientadas en tierras guaraníes; la proliferación de documentos públicos durante la Colonia y la etapa revolucionaria (recordemos las cartas y proclamas de Belgrano). Y recuperemos, por último, uno de los grandes olvidados de nuestra historia: Andresito Guasurarí, indio guaraní, gobernador de Misiones entre 1815 y 1819. Como el mate diario, que tomamos todos los rioplatenses, la vitalidad guaraní circula sin conciencia de su matriz indígena.

En fin, no se trata de la enumeración heteróclita sino de sortear la idea de minoridad construida desde el discurso académico progresista. Un blanqueamiento cultural fundado en el exotismo. Aquel que organiza un nosotros, los blancos y ellos, los indios. Sobre todo porque no se puede hablar de un hecho aislado o menor, por ejemplo, respecto a una lengua que es hablada por cerca de diez millones de personas; un millón de estos hablantes, al menos, viven en Argentina (principalmente en la zona de Buenos Aires y las provincias del Nordeste). Relevancia que se traduce en su extensión ya que es hablada en gran parte de Sudamérica (sobre todo en Bolivia, Argentina, Paraguay y Brasil).

La carta que escribió el joven nacido en Paraguay.

Carta de un alumno paraguayo a su profe de la Villa 31 en Buenos Aires. https://elpais.com/internacional/2017/05/25/argentina/1495670321_350835.html

En este territorio de millones de kilómetros cuadrados, cada lugar es un caso singular de la vida de la lengua. En otras zonas de Argentina, como donde vivo, consideradas de irrelevante presencia guaraní –al menos en comparación con Corrientes, Paraguay o el Mato Grosso– el mapeo de la lengua no deja de multiplicarse: se utiliza asiduamente en distintos eventos de la comunidad paraguaya; se dictan talleres de enseñanza en espacios formales y no formales; existen decenas de radios FM donde la lengua predominante es el guaraní; distintos oficios religiosos se realizan en este idioma en parroquias y catedrales; en distintas bailantas la música en vivo es en guaraní. Y, sobre todo, es una lengua que en algunos barrios se escucha constantemente, tanto en la cocina familiar como en el almacén, la esquina y la escuela.

Una breve anécdota ilustra esta vitalidad. Un día, cruzando una plaza céntrica de mi ciudad, descubrí a un grupo de testigos de Jehová haciendo circular su revista religiosa en guaraní: Ñemañaha. Estaban hablando con una pareja de paraguayos que, justo en el momento que comencé a escuchar la conversación, se despedían apurados de los insistentes religiosos. El testigo que encabezaba el grupo era un joven rubio, entrampado en una camisa inmaculada y con zapatos lustrados de modo impecable. Era norteamericano. Supuse que el guaraní del yankee sería, como mínimo, precario. Lo encaré con un mba’e la porte, chamigo? Un modo coloquial de decir “hola” (o mejor: “¿cómo está la cosa?”). Preferí este registro al tradicional mba’eichapa reiko (“¿cómo estás?”) o al formal y escolarizado maitei (“hola”). Para mi sorpresa no sólo el predicador callejero hablaba el guaraní sino que lo hacía a la perfección; palabra tras palabra iba engordando una sola, inmensa e interminable palabra aglutinada que cuando yo intentaba traducir, ya había saltado a otra y a otra y a otra. Me escapé preguntándole con un cuánto piko cuesta la revista. El norteamericano, contra todo prejuicio, era un hablante notable del guaraní.

Pequeños retazos del mundo guaraní

Nuestras ciudades son, en verdad, sólo un pequeño retazo de un inmenso continente donde ya los nombres de las ciudades, los ríos y las montañas nos indican la presencia de las lenguas tupí-guaraníes: Ipanema, Ituzaingó, Iberá, Uruguay, Iguazú, Itaipú, Ipiranga, Curuzú Cuatiá, Paraná, Paysandú, Tacuarembó, Caacupé, Paraguay y un sinfín de etcéteras.

Sólo en Argentina se hablan distintas variedades del guaraní (en el continente el tronco tupí-guaraní suma decenas de lenguas): el ava guaraní en las provincias de Salta y Jujuy; el mbya guaraní en la provincia de Misiones; y el guaraní criollo o jopará hablado en las provincias del noreste del país y, asimismo, en Buenos Aires y Gran Buenos Aires a causa de dos grandes movimientos migratorios. El primero que comenzó hacia la década de 1930 realizado por correntinos, chaqueños y formoseños; el segundo, en las últimas décadas, caracterizado por migraciones paraguayas. A su vez, dentro del jopará existen las variedades del correntino y del paraguayo que no responden a las fronteras actuales de ambos países ya que el jopará hablado en Formosa, por ejemplo, responde a la variante paraguaya.

Decimos “voy y vuelvo” o “voy a ir a volver”. Jamás se nos ocurriría decir “volveré”, “retornaré”.

Pero volvamos a la zona de Buenos Aires, donde se supone que hay una menor presencia del guaraní. Una idea de “lengua reciente”; “recién venida” desde “otros lados”. Pero sólo considerando la migración correntina y paraguaya estamos hablando de una presencia de cien años en la zona. Pero es, en realidad, mucho más antigua. De hecho, ha sido hablada en esta ciudad antes de que existiera la Argentina como nación o inclusive como proyecto de nación: la segunda fundación de la ciudad de Buenos Aires encabezada por Juan de Garay, en el año 1580, fue realizada por criollos e indios que hablaban como lengua materna (y muchos de ellos como única lengua) el guaraní. Es decir, fue su primera lengua junto al español y, desde entonces, con mayor o menor intensidad es hablada en la ciudad.

Si en la fundación de Buenos Aires se habló guaraní, y actualmente se habla guaraní, el primer desplazamiento epistemológico que deberíamos proponer es por qué no hemos escuchado aún una lengua que estuvo resonando, desde hace siglos, acá y allá, en el bullicio de sus calles. Acaso precisamos otra fundación mítica de Buenos Aires que nos permita ver más acá de aquello de “las proas vinieron a fundarme la patria”.

La sorpresa, desde ya, evidencia una supremacía de clase en tono de “¡hay indios en mi país!”. Esta incredulidad no deja de expresarse, muchas veces, en formas brutales y bizarras. La ex presidenta argentina Cristina Fernández de Kirchner en su libro de memorias «Sinceramente» (2019) describe un encuentro singular, en el año 2015, entre el entonces ministro de transporte del presidente Mauricio Macri, Guillermo Dietrich, y el gobernador de la provincia de Formosa, Gildo Insfrán. El ministro Dietrich, según el libro, se habría asombrado de que el gobernador de una provincia “como Formosa” fuera blanco: “ah, pero usted tiene los ojos celestes”. A lo que Gildo Insfrán le respondió: “tengo los ojos celestes y hablo guaraní”. ¡Un gobernador puede hablar guaraní!, parece ser la cifra oculta de la mirada anclada en la ciudad de Buenos Aires.

El guaraní prohibido

El guaraní es acechado. La lengua se prohíbe y esta prohibición se interioriza en una dualidad bestial de incertidumbres: como Macunaíma, el protagonista de la novela homónima de Mario Andrade, el sueño es cruzar el río que separa de la ciudad y convertirse en blanco. Lo hemos escuchado: desde que Marta fue a Buenos Aires “está más blanca”. No vuelvo al pueblo porque allá “siguen siendo todos muy indios”. Lo hemos escuchado, una y otra vez, en Buenos Aires, en Quilmes, en Corrientes, en Posadas; pero también en Caaguazú y Asunción. Los mismos hablantes lo dicen: hablar guaraní es cosa de mboriahu –o poriahu, en su pronunciación correntina–, es decir, de “pobre”.

La imposibilidad de escuchar el guaraní es un efecto de sus prohibiciones. Y ahora no me refiero a la omisión, más o menos general, en el sistema escolar del derecho de alfabetizarse y aprender en la lengua materna. Estamos hablando de no hablar el guaraní sino a efecto de persecuciones y castigos (más allá, digamos, de la propia devaluación de la lengua en la economía de los intercambios lingüísticos).

Los ejemplos, lamentablemente, abundan. En el año 2017, la empresa de ómnibus de la línea 151, de la ciudad de Buenos Aires, prohibió a sus empleados hablar en guaraní. En aquel momento se viralizó una imagen del depósito donde un cartel indicaba taxativamente: “Está prohibido hablar guaraní en el depósito. Sólo español”. Se subrayaba, en el cartel, el “sólo español”. No es, por cierto, la única prohibición explícita. Recupero otros dos casos más: en el año 2011 en un penal de mujeres de la ciudad de Posadas, en la provincia de Misiones, se les prohibió su uso a las reclusas –en contra de toda regulación legal–. Más recientemente, a las empleadas domésticas de los barrios cerrados de Nordelta (una de las zonas más ricas de Argentina), se les prohibió usar los mismos ómnibus que sus patrones. Los argumentos esgrimidos, que fueron publicados en diversos medios nacionales, expresaban tópicos racistas muy antiguos que ya se cifraron en las crónicas coloniales: el “mal olor”, la “falta de costumbres”, el “masticar ruidoso”. Los patrones se justificaban, además, en “la incomodidad” de escuchar a sus mucamas hablar en un idioma indígena.

Estas prohibiciones podrían pensarse como más factibles en zonas como Buenos Aires, donde se espera encontrar una cantidad menor de hablantes. Sin embargo, incluso en Paraguay, centro de la cultura guaraní, esta persecución existe. La colonización de la soja y el avance de los fazendeiros sobre antiguos territorios campesinos, el expolio cotidiano, también se han reforzado en la prohibición de hablar guaraní dentro del latifundio. Así sucedió, por ejemplo, en Guayaibí, en San Pedro, donde la administradora de una estancia sojera advertía a sus empleados en un mensaje: “A partir de hoy está prohibido hablar guaraní en la estancia, prohibido, ¿me escucharon? Así, que si vamos a hablar, usamos el portugués o el español que es idioma de acá del Paraguay”.

Prohibiciones que acechan a los hablantes, día a día, en procura del triunfo civilizatorio. Sin embargo, casi en un modo de antropofagia contemporánea, el guaraní en sus rituales de caza sobrevive, inclusive, en la piel del otro: aquel que acecha al guaraní, desde épocas coloniales, es devorado por este mundo salvaje. Acaso fueron algunas de las conclusiones posibles de una investigación truncada por la pandemia: en el año 2019 procuré reconstruir, en terreno, la prohibición del guaraní en los barrios cerrados de Nordelta. Encontramos allí, otra vez, la lengua en sus mudanzas imposibles, en la incertidumbre de su estado de excepción continuo. Porque si lo previsible era hablar el guaraní con las empleadas domésticas, lo acabamos encontrando donde no lo esperábamos.

En una entrevista con una fonoaudióloga que atendía a niños de la zona (“los chicos de los countries” –de los barrios cerrados– como ella los llamó), ella comentó sobre un suceso extraño. Muchas madres habían estado enviando a sus hijos al consultorio “por un hablar raro”. Esta “extrañeza fonológica” no provenía de un síndrome repentino. Era a causa del tiempo de cuidado de los niños por parte de sus empleadas domésticas, ya que ellas les hablaban, les cantaban, les susurraban –en fin, les daban amor– en guaraní. Los “chicos de los countries” reproducían en sus primeros balbuceos lo que definiríamos, con certidumbre, como lengua materna. Un fenómeno parecido al que la antropóloga boliviana Silvia Rivera Cusicanqui (2010) llamaría el “síndrome del aguayo”, para explicar la dualidad de niños de clases altas que son criados por mujeres indígenas.

A pesar de todo, el guaraní se sigue hablando. Acaso como temió (y acaso presagió) Jorge Luis Borges en «El otro» (1975): “Cada día que pasa nuestro país es más provinciano. Más provinciano y más engreído, como si cerrara los ojos. No me sorprendería que la enseñanza del latín fuera reemplazada por la del guaraní”. El guaraní, tras comerse la lengua de otros sudamericanos, se come también la lengua de los argentinos.

* Publicada originalmente en la Revista de Alai

Número 556

 

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