El chespi y las prácticas del poder

Recuerdo que allá por el 2014, 2015, tuve la oportunidad de conversar con un grupo de jóvenes organizados del Bañado Sur, quienes me dijeron que la policía no solo ingresaba sino que además era la encargada de controlar y autorizar el tráfico de crack en el barrio.
El problema de la adicción al chespi era bastante nuevo y todavía se restringía al espacio de lo no-visible. En cuestión de diez años fue creciendo exponencialmente y el centro de la ciudad se pobló de personas en situación de calle y adicción crónica.
Como diría Rita Segato, la cara de la pobreza es inmediatamente visible, pero los esquemas del poder ocurren en el marco del ocultamiento.
Los efectos del crack contribuyen a un proceso de deshumanización acelerada, el adicto pierde su imagen, su identidad, sus vínculos familiares, su discurso, lo pierde casi todo y se ve reducido a una existencia errática, alucinada, donde lo fundamental es el logro de la siguiente dosis.
Esta espectacularización de la adicción es estratégica políticamente, el sujeto adicto aparece como un flagelo, como un enemigo de la paz pública y de los bienes de consumo de la clase media.
Este enemigo, constituido por el poder desde sus fuerzas de coacción, es utilizado como excusa para el refuerzo de sus mecanismos de vigilancia y de control. La propia ciudadanía, alentada por la prensa y por el discurso oficial de los gobiernos, piden «seguridad».
Pero la ciudadanía fracasa en tener una mirada politizada de la realidad, reduce el problema a fracasos individuales, sujetos desmoralizados que son referidos de formas estigmatizantes como plagas, o haraganes. Incluso, se ve en la opinión generalizada, que deben ser eliminados, barridos del espacio de la ciudad.
Esta mirada punitivista y despolitizada funciona a favor de un proceso de genocidio sistémico, que en su momento incluso fue aprovechado por el programa electoral del actual presidente, quien sin ningún pudor utilizaba al sujeto adicto como uno de los motivos centrales de su campaña «Chau Chespi», en un juego de palabras de pésimo gusto y de enorme irresponsabilidad.
El otro aparece como amenaza, por lo tanto, la respuesta a sus problemas es una respuesta simbólica, siempre en el marco de lo judicial, es decir, la respuesta es siempre el castigo y no la asistencia empática desde la salud pública.
Es un problema moral, no una crisis en la salud pública. Sin embargo, ese otro fue en gran medida una construcción del poder desde sus armas de violencia y de ideologización, el poder precisaba de ese enemigo.
Es urgente que la ciudadanía aprenda a mirar políticamente, que no se quede en el plano de la espectacularidad, del morbo y del consecuente engaño, sino que se apropie del pensar y del sentir para desentrañar los motivos ocultos que existen en las prácticas del poder.

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